Crónicas

Una serie de crímenes sacudieron Cabudare a finales del siglo XIX

Luis Alberto Perozo Padua
Periodista y cronista
luisperozop@hotmail.com
IG/TW: @LuisPerozoPadua

La tran­quil­i­dad de aquel Cabu­dare pueb­leri­no fue abrup­ta­mente sacu­d­i­do por la noti­cia de una serie de asesinatos ‑todos atroces‑, al amparo de las som­bras, donde el revólver, el machete y la ven­gan­za, pro­tag­oni­zaron los escalofri­antes episo­dios que el Gob­ier­no cen­suró tajante.

En los pocos diar­ios que cir­cu­la­ban en Bar­quisime­to, la pavorosa noti­cia esta­ba ausente, solo el rumor pop­u­lar, que ali­menta­ba el ter­ror, cor­ría ráp­i­da­mente, alcan­zan­do las pobla­ciones veci­nas de Los Ras­tro­jos, Agua Viva, La Piedad, Sarare, La Miel, Yaritagua, Bar­quisime­to y Río Claro.

Resul­ta que, a finales del siglo XIX, comen­zó a oper­ar una pandil­la de fora­ji­dos que la tradi­ción pop­u­lar denom­ina­ba Los Siete Niños, quienes al man­do del facineroso Jesús Fuente, mejor cono­ci­do como “Jesusi­to”, comen­zó súbita­mente a ater­rorizar a Cabu­dare y otros reco­dos cercanos.

En un primer momen­to, sus tro­pelías lind­a­ban solo en hur­tos y robos que, si bien no eran comunes, luego escalaron en asesinatos por encar­go, con­sid­erán­dose el primer asesino a suel­do de la his­to­ria local.

Julio Álvarez Casamay­or, el mem­o­rable cro­nista may­or de Cabu­dare, reseña que, en las primeras horas de la mañana, cuan­do el gen­er­al Vicente Tru­jil­lo venía cabal­gan­do des­de Sarare, al lle­gar al sitio que se llamó “La Que­bra­di­ta”, en el límite de Cabu­dare-Los Ras­tro­jos, cer­ca de la históri­ca capil­la San­ta Bár­bara, le tendieron una cela­da y lo der­rib­aron de su cabal­lo de var­ios cert­eros dis­paros. Los autores del crimen pro­cedieron a cor­tar­le los gen­i­tales, colocán­dose­los en la boca. El cuer­po fue encon­tra­do en medio del mator­ral que crecía en la zona.

Se ase­gura­ba que este hecho y pos­te­ri­or ultra­je al cadáver fue per­pe­tra­do, plan­i­fi­ca­do y orde­na­do por Jesusi­to y su ban­da en con­tra de este gen­er­al, quien iba a Cabu­dare con el propósi­to de dar­le muerte a Jesús Fuente, por vie­jas ren­cil­las políti­cas y per­son­ales. Jesusi­to pre­vi­a­mente había tenido noti­cias de la lle­ga­da del gen­er­al Tru­jil­lo, plane­an­do la fatal emboscada.

En una esquina de la plaza frente al tem­p­lo de San Juan Bautista, muy tem­pra­no en la mañana, Jesusi­to esperó jun­to con uno de los “Siete Niños” a que los demás inte­grantes de la ban­da cumpli­er­an su san­guinar­ia tarea. Cuan­do se escucharon los tiros, Jesusi­to exclamó con la socar­rona seguri­dad del pen­denciero: “cayó la lapa”. Luego de esto cel­e­braron con estru­en­dosos dis­paros al aire con sus revólveres y tam­bién lan­zaron cohetes y se echaron al vue­lo repiques de campanas.

Las calles des­o­ladas y los posti­gos de las ven­tanas cer­radas deno­ta­ban el pavor que el episo­dio gen­eró. Los rebaños cam­ina­ban solos y des­ori­en­ta­dos por los polvorien­tos calle­jones. No qued­a­ba un alma que no fuera Jesusi­to y sus secuaces.

Cuen­tan que Jesusi­to ape­nas tenía catorce años cuan­do el gen­er­al Matías Luce­na de un latiga­zo le dejó mar­ca­do el ros­tro de por vida. Después de ese trance, juró ven­garse de esa ofen­sa, y cada vez que se mira­ba en el espe­jo para rasur­arse increpa­ba: “Este cachi­camo me lo como yo” y en efec­to cumplió lo prometi­do ulti­man­do al cita­do general.

La policía comen­zó a bus­car a Jesusi­to y su pandil­la, fijan­do uno que otro car­tel en Cabu­dare y Bar­quisime­to. Sin embar­go, todos sabían donde el crim­i­nal per­nocta­ba, pero nadie se atrevía a inten­tar recla­mar el pre­cio impuesto a su cabeza.

Por 50 bolívares 

Otras víc­ti­mas de Jesusi­to fueron un arriero de Dua­ca y Ana, una agra­ci­a­da muchacha de las cer­canías de Los Ras­tro­jos. Ambos fueron eje­cu­ta­dos a macheta­zos cuan­do la joven dama se negó a acep­tar la prop­ues­ta de mat­ri­mo­nio de un agrio vet­er­a­no de la Guer­ra Fed­er­al, veci­no de Acarigua con nex­os com­er­ciales en Bar­quisime­to y Cabudare.

El roñoso anciano, heri­do en su hon­or por el des­plante de la joven, a quien le había regal­a­do una tern­era y prometi­do una vida decente en sus tier­ras de los llanos vene­zolanos, con­trató, en una can­ti­na de la calle del Com­er­cio de Bar­quisime­to, los ser­vi­cios del desalma­do Jesusi­to por 50 bolí­vares y dos botel­las de clar­i­to.

El crimen se per­petró siete días después, cuan­do los enam­ora­dos salían de una misa de aguinal­do, úni­co sitio donde se podían ver antes de con­traer mat­ri­mo­nio. Allí, a ple­na luz del día, entre la calle Real y el tem­p­lo San Juan Bautista, los atacó Jesusi­to y su hor­da con machetes en mano.

Los veci­nos cor­rieron despa­voridos a guare­cerse y has­ta el padre y los mon­aguil­los cer­raron veloz­mente los por­tones de la igle­sia. Los cuer­pos inertes de Ana y su prometi­do quedaron irreconocibles.

Buco may­alero, Cabu­dare c. 1950

La trage­dia de Jesusi­to

Sin embar­go, Jesusi­to ini­ció sus tro­pelías cuan­do tra­ba­ja­ba como peón en una hacien­da de gana­do y cacao entre La Piedad y Sarare, cuan­do rob­a­ba comi­da en las casonas de los fun­dos cer­canos para lle­var­le a su madre adop­ti­va “pues la mía me la mató mi apá porque la encon­tró con­ver­san­do con un pri­mo”, con­ta­ba con botel­la en mano cuan­do remem­o­ra­ba melancóli­co sus tiem­pos de mozo.

Lo recuer­dan por ser el “ladronzue­lo” de la zona, pues empezó roban­do gal­li­nas y puer­cos, más tarde sacos de hari­na y gra­nos, luego gana­do, botín que repartía entre famil­iares y veci­nos. Era el may­or de trece her­manos cuya respon­s­abil­i­dad cre­ció a los once años cuan­do el mari­do de su madre se fugó con una de sus hijas adoptivas.

A los quince años Jesusi­to ya había pisa­do infinidad de veces la cár­cel de Bar­quisime­to, pero por ser un niño, el cas­ti­go más severo era romper piedras ‑de sol a sol‑, en las car­reteras en con­struc­ción; y una tan­da de por­ra­zos y latiga­zos cuan­do su descar­na­da figu­ra se desploma­ba del ham­bre y la fatiga.

Nun­ca fue a la escuela ni aprendió a leer. La vida le fue indifer­ente y la acción más notable que tuvo fue robar para ali­men­tar a sus her­manos ya mar­ca­dos por su mis­ma tragedia.

Álvarez Casamay­or sub­raya que en 1890, Jesusi­to Fuente fue asesina­do de un tiro y remata­do a macheta­zos en el zaguán de su casa en Cabu­dare por dos say­ones que habían man­da­do traer de Dua­ca, pues se decía que el gob­ier­no, al decir del cro­nista, no tol­er­a­ba la noci­va pres­en­cia del criminal.

Las anéc­do­tas refieren que como Jesusi­to había real­iza­do var­ios “man­da­dos” al Gob­ier­no, un per­son­ero del gen­er­al Clau­dio Rocha, pres­i­dente del esta­do Lara, le ordenó que se mar­chara de Cabu­dare o de lo con­trario lo matarían, como en efec­to sucedió. 

Fue ulti­ma­do de un cert­ero dis­paro en el tórax, y para con­fir­mar la muerte, fue remata­do a macheta­zos. Su cadáver quedó ten­di­do por var­ios días en el zaguán de una casona que aún existe con asien­to en la aveni­da Lib­er­ta­dor con las calles Domin­go Mén­dez y Juan de Dios Meleán, (frente a la plaza Bolí­var) has­ta que don José María Ponte le dio sepul­tura en una fosa común por el camino de Tara­bana, jun­to a sus com­pañeros de desa­fueros, quienes tam­bién reci­bieron la mis­ma sentencia.


Fuente: Julio Álvarez Casamay­or. Siete asesinatos y un espan­to. Cabu­dare, sendas y per­son­ajes. Vol. II. Alcaldía de Palave­ci­no. Cabu­dare, 2000.

 

CorreodeLara

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