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El exilio perpetuo de Manuela Sáenz

Tiene que ser, el destier­ro, de las con­de­nas más fero­ces e inhu­manas. Una mez­cla de sep­a­ración y remembranza.

En el caso de Manuela Sáenz, además, el exilio sig­nificó pobreza, ais­lamien­to y dis­tan­cia de todo lo que ama­ba: Quito, el recuer­do del Lib­er­ta­dor Simón Bolí­var, el desmoron­amien­to de su pat­ri­mo­nio, sus pari­entes y ami­gos, la activi­dad política.

Manuela Sáenz, aunque de carne y hue­so, per­fec­ta­mente habría podi­do ser inven­ta­da por Shake­speare, en cuan­to figu­ra a un tiem­po humana y div­ina. Arrastra­da por sus ardores y odios. Guer­rera de san­gre y fuego. Agu­da y analíti­ca, a la vez que arrebatada­mente apa­sion­a­da. Dura y sen­si­ble. Leal y partisana.

Manuela Sáenz, Óleo sobre lien­zo, Pedro Duarte, 1825. Fotografía Alamy Pho­to Stock

Rebelde y extrav­a­gante, Manuela Sáenz merece engrosar el pan­teón de las pro­tag­o­nistas más fasci­nantes de la his­to­ria de los últi­mos sig­los, con las dis­tan­cias y difer­en­cias debidas. Su hechizo con el poder, su implaca­ble vol­un­tad por la inde­pen­den­cia per­son­al y políti­ca, y su carác­ter de mujer a la altura de sus tiem­pos la emparentan, me parece, con algu­nas de las salon­nières del antiguo rég­i­men, en par­tic­u­lar Madame du Def­fand (sobre todo como escrito­ra de car­tas) o, des­de el otro lado de la oril­la políti­ca, la con­trar­rev­olu­cionar­ia Madame d’Eprémesnil, en lo tocante a su inque­brantable militancia.

Más allá del lugar común sex­ista de su car­ac­ter­i­zación como amante de Bolí­var, Manuela encar­na la figu­ra de la pro­tag­o­nista más com­ple­ta: dion­isía­ca, mer­cu­r­ial, tenaz en el sen­ti­do lit­er­al del concepto.

Al tiem­po que per­petuo, el exilio de Manuela Sáenz con­sti­tuyó un extrañamien­to por par­ti­da doble. Primero, expul­sa­da de Colom­bia por su archiene­mi­go San­tander. Luego, en 1835, no pudo lle­gar a su año­ra­da Quito porque el pres­i­dente Vicente Roca­fuerte le revocó el pas­aporte. Tuvo que insta­larse en Pai­ta, un opa­co puer­to en el norte del Perú que, a la larga, fue su des­ti­no fatal.

¿Por qué no se instaló en Lima? Quizá por el sen­timien­to anti­bo­li­var­i­ano de la antigua cap­i­tal vir­reinal. Quizá, o además, por razones pre­supues­tarias. Quizá por la dis­tan­cia y por el deseo de no errar más. En todo caso, la Pai­ta dec­i­monóni­ca no debe haber sido pre­cisa­mente el París de la belle époque.

Fotografía de Manuela Sáenz. Euge­nio Cour­ret, 1881. Colec­ción Bib­liote­ca Nacional del Perú

Esta es la ima­gen paiteña que nos trae una de las más recientes bió­grafas de Manuela Sáenz, la académi­ca esta­dounidense Pamela S. Murray:

“El pueblo se lev­anta­ba sobre una cos­ta acan­ti­la­da, en el sur de una bahía, a unos cin­cuen­ta met­ros sobre el niv­el del mar. Detrás se divis­a­ba una plani­cie desér­ti­ca. Pero, más allá de la teatral­i­dad del entorno, Pai­ta era una aldea pequeña y gris… Un vis­i­tante de la época la describió de esta for­ma: ‘… sin excep­ción, el lugar más inhóspi­to y des­o­lador que un ser humano pue­da ele­gir como morada’”.

Sin embar­go, por su ubi­cación, Pai­ta se había con­ver­tido en un pequeño cen­tro de activi­dad económi­ca, gra­cias a su ubi­cación entre puer­tos may­ores como Callao, Guayaquil y, por supuesto más al sur, Val­paraí­so. Seguimos con Pamela Murray:

“Gra­cias a su bahía pro­fun­da y pro­te­gi­da, la mejor en el norte de Perú, se había trans­for­ma­do en escala vital para los bal­len­eros de Nue­va Inglater­ra que sur­ca­ban las aguas del Pací­fi­co en bus­ca del valioso cachalote… El pueblo sat­is­facía diver­sas necesi­dades de las embar­ca­ciones: les proveía agua, leña, víveres (carne y pro­duc­tos de las gran­jas cer­canas al valle de Chi­ra), licor y otros pro­duc­tos como jabón, sal, azú­car y tabaco”.

Según parece esta pequeña bonan­za de Pai­ta le per­mi­tió a Manuela Sáenz sobre­vivir gra­cias al com­er­cio al menudeo —aparente­mente se las apaña­ba ven­di­en­do cig­a­r­ril­los y dul­ces y hacien­do tra­duc­ciones del inglés— mien­tras, en pleno ais­lamien­to, procur­a­ba man­ten­erse al tan­to de las intri­gas políti­cas de Quito y Guayaquil. Siem­pre fue la políti­ca el gran motor de Manuela Sáenz, tan afi­ciona­da ella a las traiciones, a las movi­das de aje­drez y a las agita­ciones tan propias de las jóvenes e inesta­bles repúbli­cas andinas.

Más allá de la políti­ca, el exilio la había ale­ja­do de las tan nece­si­tadas rentas de sus propiedades en Quito y le había resta­do el con­trol respec­to de la dis­pu­ta por su heren­cia. Es prob­a­ble tam­bién que la ven­ta de la hacien­da Cataguan­go le haya pro­duci­do unos pocos ingre­sos para al menos vivir con mod­es­tia y lidiar con sus acree­dores, siem­pre al acecho.

Sin embar­go, en Pai­ta, amar­ga y ansiosa, Manuela mal­vivía del fío, del crédi­to, de la ayu­da de las amis­tades y del apoyo del gen­er­al Juan José Flo­res, al otro lado de la frontera.

Flo­res, la ima­gen mis­ma del caudil­lo y del lugarte­niente boli­var­i­ano, a la vez que una de las fig­uras políti­cas y mil­itares más mal­tratadas del siglo XIX, fue apoyo con­stante para la Manuela Sáenz del exilio.

La casa ofi­cial de Manuela Sáenz en Pai­ta. Fotografía Franklin Vega

Gra­cias a su mente inqui­eta y a su ágil pluma, el epis­to­lario de Manuela Sáenz (que pub­licó en 1986 el desa­pare­ci­do y extraña­do pro­gra­ma cul­tur­al del Ban­co Cen­tral del Ecuador) en el que cla­ma com­pren­sión, aux­ilio económi­co y bus­ca noti­cias de la políti­ca ecu­a­to­ri­ana, es una ver­dadera mina de oro. En par­tic­u­lar esta car­ta al gen­er­al Juan José Flo­res, del 10 de agos­to de 1844, es una vit­ri­na a sus llagas:

“Yo soy de Quito y ten­go ahí pari­entes; tenía ami­gos; y es como si jamás los hubiese tenido; creo que por una per­sona extraña no fal­taría quien ande sus pasos y se real­i­cen los cobros… Yo no sé qué hac­er, a veces me dan bar­run­tos de hac­er una donación al abo­ga­do más acti­vo que haya en Quito, a que cobre para él todo, aunque yo me muera de ham­bre. Al menos no se quedarían con la picardía de mis deu­dores… Créame ust­ed, señor, que la deses­peración me hace hablar a ust­ed de esto, pues yo bus­co en Quito a quien diri­girme y no encuen­tro, pues ya he toca­do con el desengaño”.

Como si la pro­scrip­ción no habría sido sufi­ciente, Manuela Sáenz tuvo un final pro­pio, otra vez, de una trage­dia shakespere­ana. Murió en Pai­ta en 1859, en medio de una epi­demia de dif­te­ria. A resul­tas de lo ante­ri­or, fue enter­ra­da en una fosa común y sus perte­nen­cias quemadas.

Me gus­ta el retra­to que Ricar­do Pal­ma le hizo en sus Tradi­ciones peru­a­nas:

“Vestía pobre­mente, pero con aseo, y bien se adiv­in­a­ba que ese cuer­po había usa­do en mejores tiem­pos raso y ter­ciope­lo. Era una seño­ra de abun­dantes carnes, ojos negros y ani­madísi­mos, en los que parecía recon­cen­tra­do el resto de fuego vital que aún le qued­a­ba, cara redon­da y mano aristocrática”.


Diego Pérez Ordoñez para la revista Mun­do Din­ers, pub­li­ca­do el 1 de mayo de 2022

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Un comentario en «El exilio perpetuo de Manuela Sáenz»

  • Leg­en­daria dama, a la cual se le deben hon­ras y merec­imien­tos por sus luchas e insond­ables pasiones.

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