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La aventura cotidiana en el tranvía de Barquisimeto

 

Omar Garmendia
Escritor e investigador

VEAMOS UNA ESTAMPA cotidiana de la aventura de montarse en un tranvía de caballos. ¿Está usted en la estación terminal de la iglesia de San Francisco y quiere dirigirse a la estación del ferrocarril? Pues debe esperar primero a que arreen las bestias para luego ser enganchadas al vagón. 

El con­duc­tor y sus ayu­dantes pare­cen ser los especímenes más indómi­tos de la creación. Según ellos, los vagones no lle­van pasajeros sino puestos. Después de escuchar los gri­tos y maldiciones de los cabal­lis­tas y palafren­eros por la neg­a­ti­va de los nobles bru­tos a ser suje­ta­dos al vagón, viene el tra­ba­jo de colo­car los cor­re­spon­di­entes arne­ses, bridas y cor­rea­jes, alin­ear a los equinos en medio de las vías y dispon­er­los al trabajo.

Luego de las expre­siones subidas de tono por parte de los hom­bres que man­io­bran con los cuadrúpe­dos, viene la operación por parte de los pasajeros de subirse al vagón. Resul­ta que los asien­tos son pequeños y pareciera que fueron dis­eña­dos sólo para per­sonas fla­cas. Si se es mujer y lle­va atuen­dos como largas fal­das de mir­iñaque, enormes som­breros, chales, car­rieles y paraguas, suma­do al peso com­ple­to de su anatomía, la man­io­bra se complica. 

Este fue el caso de más de una doña, que tuvo que ser subi­da a la platafor­ma con la ayu­da de 4 fornidos peones y pre­cisó pagar el pasaje por dos puestos. Y si se mon­tan unos 3 o 4 abul­ta­dos y volu­mi­nosos caballeros más, con bastón y camari­ta inclu­i­dos, todo ter­mi­na en el aca­bose. Por más foeta­zos y golpes en las ancas dados al ani­mal y entre puji­dos, reso­pli­dos y relin­chos del fla­co roci­nante, este no puede avan­zar por exce­so de equipaje.

Resuel­tos estos incon­ve­nientes, el tran­vía por fin puede par­tir en su via­je cotid­i­ano rum­bo a la estación del fer­ro­car­ril. Sigue por la calle Cat­e­dral, pega­do a la acera oeste, a paso de cabal­lo (¡3 kilómet­ros por hora!). La som­bra proyec­ta­da por las casas alivia un poco la canícu­la y casi lle­gan­do a la esquina de la calle Ilus­tre Amer­i­cano, hace una primera parada. 

Resul­ta que un bur­ro sabanero está atrav­es­a­do en las vías, inter­rumpi­en­do el lento paso del car­ric­oche. Entre el griterío y excla­ma­ciones del con­duc­tor, alguien inten­ta con­vencer al jumen­to de que debe quitarse de ahí. Un abo­ga­do le espe­ta al bur­ro unos artícu­los del Códi­go Civ­il y otros alu­sivos a la lib­er­tad de cir­cu­lación y trán­si­to, de no menoscabar los dere­chos de las per­sonas y otras menuden­cias, pero el bur­ro con­tinúa impertér­ri­to y miran­do lejos, mien­tras mas­ti­ca unas olorosas hier­bas que cre­cen en la oril­la de la calle. Por fin, un pequeño grupo de niños logra apartar al solípe­do a fuerza de empu­jones y pedradas, entre la algar­abía de la pandil­li­ta de rapaces que se ale­ja por las calles aledañas.

Doscien­tos lar­gos met­ros esper­an todavía para lle­gar a la calle del Com­er­cio. Los corce­les ya están sudan­do la gota gor­da y la gente salu­da al paso del tran­vía, con una leve incli­nación de cabeza y la mano pues­ta en el ala del som­brero. Pasa por el Capi­to­lio, en la esquina de Bolaños, donde los transeúntes atavi­a­dos de pumpá y leon­ti­na acu­d­en a sus dili­gen­cias en la sede los Poderes Públi­cos. Algunos pasajeros se apean y otros suben. Los cabal­los res­pi­ran. Unos met­ros más y ya están en la esquina de Viloria.

Aquí los rieles doblan en una ele­gante cur­va en direc­ción oeste hacia la calle del Com­er­cio. Surge otro incon­ve­niente: el vagón se descar­ri­la. El cam­bi­avía que per­mite desviar el paso hacia la igle­sia de Alt­a­gra­cia esta­ba mal ajus­ta­do y se pro­duce la pequeña calami­dad. Con el car­ro atas­ca­do los cabal­los no pueden avan­zar. Los pasajeros, con dis­im­u­la­dos refun­fuños y con­trari­a­dos por el ya cono­ci­do incon­ve­niente de todos los días, pues eso sucedía a cada rato, apelan a la acos­tum­bra­da san­ta pacien­cia y res­i­gnación y deben bajarse del car­ric­oche con los con­s­abidos gestos de la con­trariedad. El pro­pio con­duc­tor recoge por las rien­das a los cabal­los descon­cer­ta­dos y despre­ocu­pa­dos por el acci­dente y con la ayu­da de algunos de los via­jeros y oca­sion­ales transeúntes inten­tan colo­car de nue­vo el tran­vía en su lugar. Luego de unos cuan­tos puji­dos mas­culi­nos, en medio de órdenes y con­tra­or­denes, por fin todo vuelve a la normalidad.

Aho­ra los cabal­los no quieren avan­zar. El poco ali­men­to y el exce­si­vo tra­ba­jo los tienen des­gana­dos. El con­duc­tor saca una larga vara de car­ri­zo que lle­va en la pun­ta un mano­jo de hier­ba y la colo­ca por delante de las cabezas de los jamel­gos, tratan­do estos de alcan­zar la paja, y con eso reanudan la marcha.

La gente ya se cansa. Los hom­bres se secan el sudor de la frente con sus pañue­los saca­dos de la man­ga. Las mujeres despl­ie­gan los aban­i­cos y dicen:

-Esta cafetera va demasi­a­do lenta.

Otras se que­jan de que no caben en los asien­tos, que se caen, que hay mucha brisa, que se lev­an­ta tier­ra y les ensu­cian los enca­jes de organdí de las fal­das, que se tuerce la sil­la, que no ven la hora de lle­gar, que los cabal­los expul­san gas­es y rie­gan caga­jones por las calles…

-La ver­dad es que a pie como que se lle­ga más rápi­do a la estación del fer­ro­car­ril, dijo uno quien iba de pasajero, con un ademán de fas­tidio. Y vis­tos los medios de trans­porte usuales: coches, car­retas y cabal­los, pro­pios, alquila­dos o presta­dos, no deja de ser cier­to, pens­a­ban los que lle­garon a pie a la estación, mucho antes que los tran­vías de cabal­los. ¿A quién le quedan ganas?

La  ima­gen de por­ta­da es inédi­ta y mues­tra por primera vez el aspec­to gen­er­al del vagón tira­do por dos cabal­los. Los vagones eran de hier­ro con doce asien­tos de madera, fab­ri­ca­dos y sum­in­istra­dos por la fir­ma Oren­stei & Kop­pel, de Berlín

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